EMPEZAR POR EL PRINCIPIO* por Francisco M. Goyogana*
| 17 noviembre, 2014Mediados de noviembre de 2014. La Cámara de Diputados de la Nación aprueba un proyecto de ley destinado a regular las técnicas de reproducción humana asistida y la protección del embrión no implantado, cuyo punto más polémico es el que permite descartar o destinar a la investigación aquellos gametos y embriones que, al cabo de diez años, no hubiesen sido utilizados en aquellas técnicas. El trámite parlamentario seguirá su marcha en la Cámara superior, pero más allá de la suerte que le corresponda, el asunto de mayor relevancia está dado por la superación de un fundamentalismo absoluto, que parece haber dado espacio a una mayor amplitud de criterio no dogmático. El proyecto de ley de fertilización contempla descartar o destinar a la investigación a los gametos y embriones que, al cabo de diez años, no hubiesen sido empleados en técnicas de fertilización.
Al respecto, en la práctica, se plantean por lo menos tres posiciones. Una contraria a lo que consideran un eventual manipuleo, para el caso, de embriones; otra que limita la conservación de los embriones por un período determinado; y una tercera que considera el manejo de los gametos y embriones mediante una legislación científica y adogmática destinada al público general sin discriminaciones metafísicas.
Esta última posición merece una reflexión. Los sabios de laboratorio están cambiando la vida de la humanidad. Y seguramente la cambiarán aún más, porque la biología moderna ha iniciado un camino que no parece poder ser interrumpido. Los cambios se suceden con rapidez y en consecuencia, el hombre se pregunta sobre la actitud a tomar frente a nuevos aspectos de la realidad. Los interrogantes se multiplican cuando la ciencia moderna incide sobre los seres vivos, en su reproducción o enfermedades. La transgénesis de alimentos, la clonación de animales o de células, o el aprovechamiento de embriones para superar episodios de esterilidad o para la investigación, son motivo de tempestades de opiniones.
No obstante, muchos países del mundo adelantado ya tienen resueltas sus formulaciones normativas para el manejo de gametos y embriones, aborto, alquiler de vientres, etc., incluso en países como Gran Bretaña, de raigambre cristiana, y donde hasta la máxima figura de su monarquía es al mismo tiempo cabeza de la Iglesia anglicana.
En los países rezagados sobre este tipo de temas, la discusión plantea cuestiones éticas en primera instancia y jurídicas a continuación, debido a que no están reguladas aún, o lo están de manera deficiente.
Las preguntas y las perplejidades generan cuestiones sobre la licitud de los procedimientos y sobre todo en la consideración de lo que se debe permitir o prohibir, y abren paso al pensamiento filosófico, vehículo de la duda metódica, para encontrar respuestas. Notablemente, el pensamiento filosófico advierte desde el comienzo que el término Ética, que se emplea corrientemente, contiene una variedad compleja y confusa de componentes que fusionan instinto moral con creencias subjetivas, prejuicios y supersticiones. Y desenredar esa madeja no es tarea fácil.
La búsqueda de soluciones ha mostrado la dificultad de encontrar la existencia de reglas fijas que ordenen a las cuestiones nuevas y muchos dudan sobre la existencia de códigos que determinen absolutamente el camino a seguir.
Pero existen, en efecto, códigos respetables que reemplazan a los códigos sobrenaturales inhallables, pero hecha la advertencia de que la razón desbocada puede provocar la producción de ideales imposibles e incluso de ideologías, que por ser totalizadoras, corren el riesgo de ser totalitarias. Queda, por ahora, la posibilidad de elaborar nuevas ideas menos ambiciosas pero con objetivos asequibles.
Con respecto a la Bioética, la Declaración de Belmont en 1948 tenía tres principios representados por el respeto a las personas, la beneficencia y la equidad, aceptado el principio básico de que la investigación y el conocimiento, siendo buenos de por sí, no suscitaban cuestiones morales. Si se presentaban, sólo podían afectar las aplicaciones prácticas de la ciencia, pero con una dicotomía entre ciencia y su aplicación, que con el tiempo se ha mostrado insostenible. En efecto, cuando el conocimiento biológico se desarrolla a niveles celulares y sub celulares, resulta claro que la investigación un puede avanzar sin intervenir activamente en los organismos que son objeto de investigación.
Teniendo en cuenta que el hombre siempre ha modificado la naturaleza, no debe perderse de vista que las nuevas técnicas que producen alguna alarma en determinados individuos, sólo siguen modelos naturales aunque los cambios se multipliquen. Así, los híbridos abundantemente producidos por la agricultura tradicional son naturalmente transgénicos sin la intervención de la mano del hombre.
La naturaleza evoluciona continuamente y muta sin la intervención de ningún humano. Por lo tanto, transformarla no significa alterar algo en sí mismo inamovible. Tradicionalmente se ha concebido a la naturaleza como fija, formada por esencias invariables, incluso eternas, pero la ciencia sabe ahora que no es tal. El concepto fijista de la naturaleza ha caducado, y la humanidad se encamina en una nueva concepción de los seres vivientes. En las discusiones que se plantean actualmente, referidas a técnicas de reproducción humana, plantean la cuestión de la dignidad del embrión. Sin embargo, es posible señalar que el asunto debe abordarse, al empezar, desde el propio principio, como se ha hecho desde tiempos antiguos.
Desde Orígenes ( c. 185 – c. 254 ), teólogo y padre de la Iglesia griega, que fue el primero en concebir un sistema completo del cristianismo, integrando las teorías neoplatónicas y cuyas ideas fueron finalmente condenadas por el concilio de Constantinopla en 553, consideraba que Dios creó desde el principio las almas humanas. Esta opinión fue refutada inmediatamente, a la luz de la expresión del Génesis ( 2: 7 ) que dice que Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. De modo que en la Biblia primero Dios crea el cuerpo y luego le insufla el alma. Pero esta postura planteaba problemas a propósito de la transmisión del pecado original.
Quinto Septimio Florente Tertuliano ( c. 160 – c. 220 ), un líder de la Iglesia conocido corrientemente como Tertuliano, sostuvo que el alma del padre se transmitía al hijo a través del semen, posición que rápidamente fue tachada de herética porque suponía un origen material del alma.
Más tarde fue Agustín de Hipona, también conocido como san Agustín ( 354 – 430 ), quien se encontró en situación comprometida al enfrentar a los pelagianos, partidarios de la doctrina considerada como herejía cristiana, debido a que negaban la transmisión del pecado original. Por una parte, Agustín de Hipona sostiene la confusa doctrina creacionista, que sostiene que todas las almas son creadas directamente por Dios, incluyendo la sustancia material e inmaterial de Eva que ésta posee de Adán, en oposición al traducionismo ( generación paterna) espiritual, doctrina que considera que el aspecto inmaterial se transmite a través de la generación natural junto con el cuerpo material y que el alma individual deriva de las almas de los padres e implica que sólo el alma de Adán fue creada directamente por Dios.
Tomás de Aquino, por su lado, propone la resolución de la transmisión del pecado original como un contagio natural por medio del semen ( Summa theologica, I – II, 81, 1 ), pero sin que su postura tenga algo que ver con la transmisión del alma racional. El alma es creada porque no puede depender de la materia corporal. Santo Tomás estima que los vegetales tienen alma vegetativa, que en los animales es absorbida por el alma sensitiva, mientras que en los seres humanos ambas funciones son absorbidas por el alma racional, que es la que dota al hombre de inteligencia y lo convierte en una persona, puesto que la persona era, según la antigua tradición, sustancia individua de una naturaleza racional.
Tomás de Aquino parece no discriminar entre embrión, para empezar por el principio, con el feto. En relación éste expresa que Dios introduce el alma sólo cuando el feto adquiere, gradualmente, primero el alma vegetativa y luego el alma sensitiva. Únicamente entonces, en un cuerpo ya formado, se crea el alma racional ( Summa theologica, I, 76, 2 y I, 118, 2 ). En la Summa contra gentiles ( II, 89 ), se repite que hay un orden, a menudo de gradación en la generación, a causa de las formas intermedias con que es dotado el feto desde ell inicio hasta su forma final. El núcleo del problema se encuentra en el momento en que el alma intelectiva es infundida en el feto para convertirlo en una persona humana cabal.
La doctrina tradicional ha sido sumamente cautelosa en ese punto. Monseñor Dr. Pietro Caramello ( 1908 – 1997 ), docente de filosofía en el seminario arzobispal de Chieri, así como de filosofía teórica en la Facultad Teológica y comentador de la obra de Tomás de Aquino, aunque reconoce que la doctrina tomista sostiene que el alma es introducida en el óvulo fecundado cuando el mismo ya está dotado de una organización suficiente, anota que según autores recientes ya existe un principio de vida orgánica en el óvulo fecundado, pero que en un extremo de prudencia no afirma si el principio de vida orgánica debe referirse también a las almas vegetativa y sensitiva.
En el Suplemento a la Summa Theologica ( 80, 4 ), se establece que los embriones no participarán de la resurrección de la carne antes de que sea infundida en ellos un alma racional. Es decir, que después del Juicio Universal, cuando los cuerpos de los muertos resuciten, a fin de que, según san Agustín, participen de la belleza y perfección adulta, no sólo los nacidos muertos, sino de forma humanamente cabal también los seres monstruosos, los mutilados, los agenésicos, etc., en esa agrupación también tendrán cabida los embriones porque aún no les ha sido infundida el alma racional, y por lo tanto, no son seres humanos.
Esta postura podría haberse cambiado por la Iglesia, que a lo largo de su historia ha mudado de determinadas posiciones por otras, pero curiosamente se puede advertir que su desmentido no haya sido hecho por una autoridad más, sino por una columna de la teología católica.
El examen de las reflexiones promovidas por estudio del tema llevan a apreciaciones curiosas, dado que las modificaciones con respecto a temas diversos han sido de conocimiento general. Así, por ejemplo, la Iglesia vaticana se opuso durante un tiempo prolongado a la teoría de la evolución, no tanto por la colisión con el relato bíblico de los siete días de la creación, sino más bien por la diferencia entre primate, que es un mero animal, y un hombre dotado de alma racional.
En el caso del embrión humano, siempre para empezar por el principio, el combate fundamentalista para afirmar en defensa de la vida que ese elemento esencial para la generación de una criatura ya es un ser humano, destinado a un futuro donde podría llegar a serlo, fuerza a los creyentes hacia la frontera de los antiguos materialistas evolucionistas del siglo XIX. No existe ruptura alguna, pues de acuerdo con la definición de Tomás de Aquino, en el curso de la evolución de los vegetales a los animales y a los hombres, la vida tiene toda ella el mismo valor. Con la defensa de la vida y la defensa de la vida humana, nociones diferentes, se puede crear alguna confusión, porque defender a toda costa la vida dondequiera que se manifieste o la forma en que lo haga, llevaría a definir como homicidio no solo el acto de derramar el propio semen con fines ajenos a la procreación, sino también al acto de la ingesta de animales destinados a la alimentación del hombre, extensible del mismo modo a los vegetales.
Paradójicamente, las actuales posturas neofundamentalistas católicas, que tienen un origen protestante, simplifican al cristianismo en posturas a la vez materialistas y panteístas, en el estilo del panpsiquismo oriental en virtud del cual ciertos gurúes cubren parte de su rostro con un barbijo para no matar los microorganismos al respirar.
El problema tiende a una mayor complejidad cuando se aborda el tema del aborto, pues al volver al concepto de la vida, el primer hombre modelado con tierra hasta los detalles del organismo, carecía precisamente de vida por no haberle insuflado aún el Creador el espíritu que le faltaba. Sin el soplo divino no habría habido un hombre sino un mero modelo escultórico. La resolución de la cuestión se encuentra en la determinación del momento en que se genera, además del cuerpo material, el espíritu o alma.
En la consideración del aborto se presenta una nueva cuestión con el statu moral de la vida embrionaria y de la vida fetal, que debaten el derecho del embrión para ser considerado luego como feto, y a estos para que se les otorgue el derecho a la existencia. Otra vez ronda la idea de si el embrión es poseedor de un alma racional o simplemente un ente reducido, a lo sumo, a un nivel de materia biológica, criterio que de alguna manera algunos extienden al feto. La polémica es conceptual y responde al criterio de aplicación para determinar si un ser puede considerarse humano con derechos plenos, así como el momento del desarrollo continuo del feto en que la vida aparece como humana ( donde el adjetivo humana implica posesión del statu moral con todo lo que ello supone ).
La interrupción de la gestación a partir de un cigoto ( célula diploide que resulta de la fusión de un espermatozoide con un óvulo ) más allá de determinismos dogmáticos, debe demostrar que el cigoto, que a primera vista no es un ser humano, posee statu moral. Y con respecto al feto, establecer el punto en que adquiere su statu moral de ser humano completo.
Mientras que el catolicismo rechaza el aborto entendido desde la concepción, para el judaísmo no es cuestionable hasta el tercer mes de embarazo. Desde el punto de vista de los liberales, algunos niegan directamente que el feto tenga statu moral y, consecuentemente, derechos, mientras otros consideran que el statu moral del feto es irrelevante en la determinación de la moralidad o inmoralidad del aborto, y se concentran en el derecho de la mujer para la concepción, a la que le adjudican prioridad.
Todas las variadas cuestiones que se plantean a la luz de los avances de la biología con respecto a la situación actual, imponen interrogantes nuevos sobre la licitud de las conductas a seguir, así como a enfrentar obligaciones sobre las prohibiciones o expresar permisividades. Al dar la cara a estas novedosas circunstancias, los filósofos en primer término, no disponen de pautas de conducta eternas aún cuando se reserven las recomendaciones transitorias de algunos códigos respetables, con la salvedad de conservar el pensamiento libre para poder seguir una evolución no dogmática.
Las tradiciones de la antigüedad y del Medioevo tuvieron vigencia hasta que Hobbes y Maquiavelo comenzaron a desvincular la política de la moral cristiana y orientarla hacia la paz civil. Locke, Rousseau, Kant y la Revolución Francesa contribuyeron a la domesticación de nuevos usos y costumbres, a la exaltación de la dignidad humana y a su vinculación con la autonomía moral. Con posterioridad, el proceso consistió en la afirmación de la filosofía moderna posterior al Renacimiento y a la Reforma, para instaurar una civilización humana planetaria de cooperación entre iguales-distintos.
En este recorrido se manifiesta la evidencia de que los códigos morales pueden diferir entre sí, y también que ellos no son invariables. Igualmente, parece asimismo afirmarse que la fuente de las obligaciones éticas debe ser la autonomía moral, pues la Bioética no ofrece recetas, sino una forma de reflexión, con la que se debe empezar por el principio.
Noviembre de 2014
*Miembro de Número del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia