UNA ROSA PARA ALFREDO ALCÓN por Cristina Piña*
| 14 abril, 2014Hay veces en que tenemos suerte en la vida y yo la tuve con Alfredo. Lo admiré desde que, de chica, lo vi en un Israfel deslumbrante, a raíz del cual Edgar Allan Poe siempre tuvo para mí su rostro, más allá de las poco agraciadas fotos auténticas del escritor. Y después me seguí quedando maravillada con su Hamlet, sus actuaciones junto a María Casares –Yerma– y Núria Espert –El luto le sienta a Electra-; su John Proctor de Las brujas de Salem, su protagónico de Final de Partida de Beckett (en la versión de Andamio 90 de hace muchos años); con su rey Lear y su Próspero –éste, magistralmente dirigido por Lluis Pascual-, con su inigualable captación de la poesía de García Lorca en Los caminos de Federico que decía como NADIE… en fin, con casi todo lo que hizo y que llevaría muchas páginas recordar.
Y un buen día, gracias a mi querido y extrañado amigo Ernesto Schóó, en ese momento director del Teatro San Martín, me cayeron como por arte de magia tres dones invalorables: traducir mi primer Shakespeare –Ricardo III– para hacerlo en la Sala Martín Coronado con Agustín Alezzo y Alfredo Alcón.
Y si digo “hacerlo” es porque Alezzo y Alfredo me dieron un lugar que supera en mucho el que gran cantidad de directores y actores le dan al traductor: con Agustín colaboramos codo con codo en la elaboración del texto –yo traducía, el venía a casa, leíamos y discutíamos hasta la madrugada- y con Alfredo tuvimos una tarde memorable que abrió un espacio de afecto especial entre él y yo.
Nos reunimos en el taller de Alezzo –pese a que yo ya era una tamaña mujer de cuarenta y pico de años, estaba intimidada como una chiquilina por ese hombre deslumbrante- y de aquellas tres horas intensas guardo como un tesoro en la memoria todo lo que hablamos y decidimos y yo aprendí de él.
No sólo era un actor monumental y un buenmozo de caerse de espaldas, sino un hombre humilde, entre tímido y cercano, divertido y con unos ojitos risueños cuando decía alguna frase cargada de intención, además, cosa muy rara en los actores en general y casi inexistente en los actuales, de una inmensa cultura. Conocía a Shakespeare de arriba abajo y sus propuestas para el monólogo de Ricardo del final fueron para tirar de espaldas al especialista más erudito en el teatro del Bardo. Alfredo parecía tener en la memoria todas las grandes líneas de Shakespeare –que no son pocas- y armó con ellas –unidas a las del monólogo original de la pieza, que no es de lo más brillante del divino William ya que es una pieza muy temprana en su producción- un monólogo memorable. Nos dio una clase que cualquier shakespeariano envidiaría.
Y después el festín de verlo en escena y saludarlo en el camarín, donde con cara de chico inseguro te decía: “¿Te gustó?” y uno quería desmayarse.
Después, también oí en su voz inigualable las palabras con las que traduje Largo viaje de un día hacia la noche de O’Neill, que se puso con ese otro fenómeno del teatro, Norma Aleando, y con quien era evidente que se querían muchísimo. Esta vez el director no me dio el lugar excepcional que me concedió Alezzo, pero igual ver la función de estreno fue volver a tocar la calidez de Alfredo, su timidez entrañable, su saber como actor y como hombre de teatro.
Cada vez que, a lo largo de estos años, he oído los tropezones con que hablan en escena los actores de televisión, su forma de masticar ininteligiblemente las palabras, su falta de matices, su carencia de impostación y de emisión vocal, me consolaba pensando que todavía había un hombre que tenía la voz y la dicción más hermosas del teatro argentino de todos los tiempos: Alfredo Alcón.
Ahora ya no habrá consuelo: Alfredo se ha ido, pero en la memoria de todos lo que lo vimos y lo conocimos queda como un ejemplo de actor incomparable, de buena persona, de alguien que supo mantenerse siempre al margen del poder político y de las camarillas teatrales, de un estudioso y un apasionado de su tarea, de un compañero de puesta generoso y dispuesto a enseñar sin ninguna soberbia, auténticamente atento a los actores o los técnicos de esa aventura que es el teatro; de persona ejemplar tanto en lo humano como en lo teatral.
Como dice en la nota del 14 de abril en El País de Madrid Lluis Pascual, su compañero de aventuras teatrales del más alto nivel internacional: “¡Alcón ha muerto! ¡Viva el teatro!”
* Cristina Piña es escritora y poeta