CONCIERTO por Ernestina Gamas
Ernestina Gamas | 6 abril, 2014Había llegado sobre la hora debido a la tormenta que casi la hizo desistir. Se sentó en la única silla vacía, demasiado adelante. Siempre trataba de ubicarse atrás para pasar desapercibida y en esa pequeña sala la primera fila estaba a centímetros de los ejecutantes. Segundos antes de que empezara el concierto se retocó los labios y sin hacer ruido guardó el espejo en la cartera. El trío comenzó con Brahms. Cuando acababan de abandonar las últimas notas del scherzo del segundo movimiento, justo cuando ingresaban en la tenue suavidad del adagio, un estruendo hizo que todas las miradas se le clavaran como estiletes. Su paraguas se había deslizado del borde del asiento donde estaba enganchado y un ruido impertinente y seco se oyó sobre la madera del piso. Drástico, implacable.
Sintió que su cara se teñía de un ardiente color tomate. Intentó desaparecer en el ademán de agacharse a recogerlo pero no hizo más que empeorar las cosas. Un segundo estrépito aún más escandaloso se produjo cuando se le cayeron no sólo la carpeta con pentagramas, sino también la cartera que por distracción había dejado abierta. Los objetos se precipitaron y se desparramaron. Papeles, lápiz de labios, lapicera, peine. Con impudor encontraban lugar delante de los ejecutantes. Dirigió una expresión impotente a todos los presentes y luego levantó la vista hacia el violinista a quien tenía muy cerca, justo enfrente. Él había apartado la vista del atril, el violín de su cuello y la concentración de la notas y con la boca semiabierta la miraba con asombro. La música continuó a los tropezones con un chelista imperturbable y un piano detrás del cual el ejecutante intentaba ocultar su cara transpirada. Había logrado a duras penas no equivocar las notas aunque el traspié se había ensañado con el ritmo.
El violinista acomodó su instrumento sin dejar de mirarla con el ceño fruncido. Ella lo miró a su vez y con voz de falsete y a modo de inoportuna explicación, levantando los hombros dijo: Es que llovía……
En ese momento y al unísono, los integrantes del trío suspendieron la ejecución.
Esta vez el violinista se levantó de su asiento, apoyó el instrumento sobre el piano y se dirigió hasta la primera fila.
Ella maldijo la lluvia y las distintas terapias recorridas a lo largo de los años. Por primera vez haciendo un gran esfuerzo había logrado ocupar sola ese sitio de la pequeña sala de concierto, bien adelante, destacada, en lugar de esconderse como siempre en un rincón disimulado y anónimo que la disimulara. Estudiaba violín desde la infancia por lo que no había tenido una vida social como el resto de las chicas de su edad. Nunca había abandonado la práctica diaria, disciplinada, perseverante, pero desembocaba siempre en el mismo callejón sin salida. Si bien tenía integrada a su cuerpo cada partitura como si se tratara de la circulación de su propia sangre y conocía hasta los mínimos matices de cada movimiento, no podía ejecutar una sola nota delante del público, por más reducido que fuera. A pesar de que estaba por cumplir veinticuatro, sus padres no la abandonaban. Se sentían artífices de su carrera a la que habían apostado todos sus esfuerzos. Intentaban darle aliento y coraje. Siempre con ella. Hasta sofocarla. Los informes de los distintos profesores hablaban de sus continuos avances. Sin embargo poder presentarla a un primer concierto parecía lejano. Conseguían entradas para presentaciones de los mejores artistas de todo el mundo a las que jamás dejaban de asistir.
Esta vez el conservatorio le había dado sólo una entrada para ella y era la primera vez que se aventuraba sin sus padres.
Sintió la presencia del violinista a pocos centímetros de su asiento. Dejó que la tomara de la mano al mismo tiempo que la separaba de su paraguas y olvidaba todo lo desparramado por el piso. Se dejó conducir detrás de él quien con una firmeza casi furiosa, agarró a su paso una silla que depositó en el espacio que hacía las veces de escenario y la obligó a sentarse.
Recogió su violín y ocupó nuevamente su lugar mirando a los otros músicos y con una leve inclinación de cabeza se dispuso a continuar el concierto satisfecho de haber colocado a la desatinada en el lugar de penitencia.
La música volvió a llenarlo todo aunque el alma de los primeros momentos se había escabullido del recinto y una interpretación llena de tecnicismo caía con rigor sobre los oyentes.
Todos la vieron levantarse de su asiento, con expresión iracunda y demudada. Se plantó delante del violinista y le dijo: “no tiene derecho a hacer esto con la música”.
Le arrancó el violín y guiada por hilos invisibles lo acercó a su cuello como si se tratara de un bebe al que se trata de hacer dormir.
Esta vez las notas del adagio se deslizaron con una coloración dulcísima y armoniosa acompañada por los otros instrumentos que respondían a la magia.
Es difícil encontrar palabras para contar la secuencia de acontecimientos posteriores. Han pasado ya algunos años y la escena presente se desarrolla detrás del escenario del teatro más importante de la ciudad. Se la ve gesticulando con la cara encendida, llena de furia, interpelando a una pareja mayor que asiente con aspecto resignado a lo que parece una reconvención. Se la ve pocos minutos antes de salir al escenario, ya calmada y sonriente, sujetando su violín.