PARO GENERAL por Ernestina Gamas
Ernestina Gamas | 14 febrero, 2014El paro de transportes los tomó a todos desprevenidos. En cuestión de minutos se sumaron los taxistas, los conductores de subterráneos y los ómnibus de media y de larga distancia. Había sido un día agotador y los despidos de personal andaban rondándole cerca. Se sentía abatido. Quizás fue apresurado que el psiquiatra le hiciera dejar el antidepresivo porque de nuevo aparecía esa opresión en el pecho que le impedía respirar. A lo mejor era sólo el calor. O el miedo. O esa persistente fragilidad que le producía el acoso externo. Vivía lejos pero no usaba el auto para ir a trabajar. En realidad lo usaba cada vez menos porque desde hacía un tiempo quedar encerrado en un atascamiento de tránsito lo angustiaba. Trepaba al colectivo y ni bien encontraba un asiento se enfrascaba en un libro detrás del cual desaparecía. Sumido en esa rutina se borraba el tiempo y nunca se le había ocurrido contar las cuadras hasta su casa. Sin medio de transporte al que subirse, calcular cuánto demoraría caminando era sólo una proyección de su deseo. Ansiaba llegar, darse una ducha, cambiarse de ropa y ponerse cómodo para disfrutar la cerveza de todas las tardes. Pero cómo atravesar la ciudad afiebrada. Parecía una plataforma abrasadora que ponía su ánimo al borde de la insolación. Tenía la boca seca y se sentía sucio. La estridencia de los bocinazos parecía un coro desafinado, exasperante frente a la multitud desorientada. En ese desamparo todos trataban de abrirse paso. La bruma que el calor levantaba de las veredas humedecidas por el reciente chaparrón borraba los contornos. El cielo adquiría tonalidades plomizas cada tanto atravesadas por resplandores que detrás de las nubes anunciaban tormenta.
El tren, pensó. La estación estaba relativamente cerca y sería una forma de acortar la caminata. Nunca tomaba el tren. Lo dejaba suficientemente lejos de su casa como para desestimarlo. Además le temía. Los comentarios de algunos compañeros que solían usarlo hablaban de vagones mugrientos, con vidrios rotos, asientos destartalados y gente forzando las puertas para viajar con las piernas colgando hacia afuera.
Cuando era chico, con frecuencia su madre lo traía al centro en tren y a veces los acompañaba su padre. Él se paraba en puntas de pie frente a la ventanilla. Miraba maravillado la velocidad con que pasaban los postes, el campo a lo lejos, las estaciones que se aproximaban. Para no aburrirse, a veces caminaba por el pasillo del vagón y se topaba con el guarda que pasaba picando los boletos, uno a uno. En ese entonces le habría gustado ser guarda porque con ese sombrero con visera parecía un general, la autoridad del vagón. Ahora el tren era un transporte para otros, los que no tenían alternativa, los que debían cubrir otras distancias fuera de la capital. Su madre, los había dejado demasiado pronto y su padre ahora era severo y taciturno.
Con dificultad, abriéndose paso entre los caminantes que colmaban las veredas, fue acercándose a la estación. Todavía había suficiente luz natural a pesar del cielo ensombrecido por la masa gris. El calor iba en aumento y se había convertido en un vaho pegajoso. Buscó algún lugar donde comprar una botella de algo fresco pero por donde pasaba estaban sin luz y sus dueños haciendo guardia frente a la puerta. Una señora sentada en un banco de un refugio daba de comer a las palomas. Pasó a su lado y lo asustaron los pájaros que se le vinieron encima. Agitó los brazos en el aire y atravesó la vereda para dirigirse a la boletería. Nadie atendiendo detrás. Se sentía cada vez peor y la opresión en el pecho le impedía la respiración. Se aflojó la corbata y se aflojó el primer botón de la camisa. Frente a sus ojos bailaban lucecitas de colores y miraba confundido hacia los andenes vacíos. No puede ser, se dijo, paro de pasajeros. Todo empezó a girar vertiginosamente y corrió para escaparse de su propia angustia y luego de pronto se detuvo. Cavilaba al borde de los durmientes gastados. Un silbido ensordecedor venía acercándose desde lejos y en un impulso impensado saltó y quedó tendido sobre las vías.
Estaba detrás de un vidrio y había árboles que se deslizaban con un suave siseo. El cielo se había despejado y cada tanto una nube espumosa y blanda se paseaba en silencio. Vio campos de flores que miraban al sol. Bandadas de pájaros pequeños en rigurosa formación que se movían en un rítmico ascenso y descenso pero cada uno en el lugar asignado. Sin embargo se los veía libres dentro de una armonía que respetaba la distancia entre unos y otros. Un extraño letargo se apoderó de pronto de todos sus movimientos.
Alguien le sacudió del brazo, lo obligaba a levantarse. Señor, no vale la pena, sintió que le decía como si la voz llegara desde la distancia. Yo lo intenté hace años pero me asusté. Vivo en la estación. Veo pasar la gente, apurada, irritada, vencida. Además hoy no es su día, recuerde que hay paro de trenes.