OCTUBRE DE 1983: RECUERDOS Y EXPERIENCIAS por Luis Alberto Romero*
Ernestina Gamas | 25 octubre, 2013Este es un pequeño texto testimonial que nos parece de interés difundir en estos días en que recordamos las jornadas de octubre de 1983.
Los co-directores
En 1983 compartí el entusiasmo general por el retorno democrático, con toda la ilusión del momento, y con escasos conocimientos, pues por entonces no me dedicaba a estudiar la historia argentina más cercana. Con Hilda Sabato, Lenadro Gutiérrez y Juan Carlos Korol integrábamos un grupo de historiadores -el Pehesa- que tenía su sede en el CISEA, el centro de investigaciones que dirigía Dante Caputo y reunía a un conjunto de investigadores que por entonces asesoraban a Raúl Alfonsín. Desde 1981 era común verlo llegar, con su cuaderno, y encerrarse con Caputo, Jorge Sabato y otros. Fuera de ese atisbo del mundo de la política real, compartía la fe general, la seguridad de entender la clave del problema -la dictadura y la democracia- y la convicción de que la coalición de la gente de buena voluntad podría derrotar a las fuerzas del mal.
Entre octubre y diciembre de 1983 tuve tres pequeñas experiencias, cuya trascendencia no advertí de inmediato pero que me pusieron en camino de pensar las cosas de otra manera.
La primera fue una carta de Tulio Halperin, fechada el mismo día de las elecciones. “Hoy hay elecciones en la Argentina -decía-. Naturalmente, ganará el doctor Luder”. Esa parte siempre me recordó que los historiadores de oficio no somos mejores que nadie para los diagnósticos. Pero al pie, Halperin agregó una posdata, posterior al resultado: “No puedo negar que me invade una tonta alegría”. Cito de memoria y es posible que las palabras hayan sido algo distintas. Pero sé que asocié ese sentimiento -de una persona en general reacia a expresarlos- con la fórmula de “la patria boba”. Así se conoció a la primera experiencia patriótica de Nueva Granada, en 1810, la de Miranda y Nariño, donde abundaban los discursos sobre los derechos del hombre, y escaseaba el espíritu práctico, el sentido político y el conocimiento militar, al punto que dos años después había sido completamente arrasada por los realistas, sin necesidad de apoyo metropolitano. Bolívar popularizó la fórmula, y la incluyó en su proclama de la “Guerra a muerte” de 1812, menos humanitaria pero más adecuada a las circunstancias. Tampoco le fue bien al principio, pero posteriormente repuntó y ganó. La tonta alegría, la patria boba, la ilusión boba.
La segunda experiencia fue una discusión en un seminario del CISEA y el CEDES, el centro de investigaciones vecino y pariente. Comenzó con el tema del auto indulto militar, apoyado por Luder, a quien habían apoyado varios investigadores del CEDES. Pronto se centró en la política anunciada por Alfonsín de enjuiciamiento a las Juntas y de creación de una comisión investigadora integrada por ciudadanos notables. Es conocido que la mayoría de las organizaciones de derechos humanos no quiso participar en la CONADEP, y que su reclamo principal era “aparición con vida”. Ese día estaba allí Amanda Toubes, militante de Madres de Plaza de Mayo, quien discutió con Jorge Roulet, investigador del CISEA y cercano a Alfonsín. Ambos tenían una larga relación, que venía desde antes de 1955, cuando eran dirigentes de la FUBA. En mi opinión, eran dos personas excelentes e intachables, que sin duda integraban el bando de los buenos, y las diferencias me parecían apenas cuestiones de matices. La discusión fue subiendo de tono y se hizo violenta. Sin entenderla demasiado, me quedó una frase de Roulet: “Ustedes (madres) piensan solo en los desaparecidos, nosotros (gobierno) tenemos que pensar también en los vivos”. Comencé a darme cuenta de que, en una cuestión fundacional de la recuperada democracia, no todo eran sentimientos compartidos. Vislumbré que el gobierno democrático debía enfrentar dilemas éticos, y que la ética de la convicción y la de la responsabilidad no coincidían.
Unas semanas después hubo otro seminario, solo del CISEA, en el que Dante Caputo -sabíamos que ocuparía un puesto importante en el gobierno- presentó un cuadro de situación sombrío. Para un creyente en el discurso de Alfonsín acerca de lo que la democracia podía hacer, fue un balde de agua fría. La situación fiscal y presupuestaria era terrible; la deuda externa imponía todo tipo de restricciones; los sindicatos se atrincheraban; los empresarios volvían a reclamar lo suyo. Lo más inquietante fue saber que los juicios a las Juntas transitarían por un camino minado, pues los militares no aceptarían la salida ofrecida: juzgar ellos mismos a los comandantes. No habría mucho para dar, ni siquiera una garantía plena de que el gobierno se mantendría. La estabilidad democrática todavía debía ser construida, y no podía contarse mucho con un Estado corroído. Sobre esto, particularmente, había escuchado y leído mucho en el CISEA, pues era el tema de sus investigadores, pero no se me había ocurrido que hubiera problemas que la democracia no pudiera solucionar.
Es suma, tres pequeñas ventanas a una realidad que muchos conocían pero desconocida para la mayoría, ilusionada y boba, a la que yo pertenecía. Pensando retrospectivamente, puedo encontrar allí, en esa experiencia de los tres meses de transición, los orígenes de muchos temas y problemas a los que luego me dediqué. De momento quedaron en eso: luces amarillas o rojas, nubladas por el manto de la ilusión.
*Luis Alberto Romero es historiador e investigador principal del Conicet