VARGAS LLOSA FUE AL CINE por Arnoldo Siperman*
Ernestina Gamas | 24 junio, 2013Especial para con-texto
El gran escritor Mario Vargas Llosa fue al cine y vio la película sobre Hannah Arendt, dirigida por Margarethe von Trotta, recientemente estrenada en París. Le inspiró algunas reflexiones acerca de la filósofa judeo-alemana y, especialmente, respecto de su informe sobre el juicio y condena de Adolf Eichmann, sobre cuya base desarrollara su idea de la “banalidad del mal”. Vale señalar que la película motivó al premio Nobel a completar la lectura del libro Eichmann en Jerusalen. Un informe sobre la banalidad del mal que, según lo aclara, hasta entonces solo había leído a medias. Me interesa referirme a aquellas reflexiones, publicadas en el diario La Nación (edición del 17.06.2013), como un artículo titulado El hombre sin cualidades.
Reitera lo que tantas veces se ha dicho: que Arendt no ha pretendido con la mencionada fórmula disminuir la gravedad de los crímenes nazis ni aliviar la responsabilidad criminal de Eichmann, sino solamente poner de relieve cómo es que un hombre opaco y gris, vulgar pero no estúpido, desprovisto incluso de una carga específica de odio contra los judíos, pudo llegar a convertirse en un personaje destacado en la obra de su exterminio.
Todo esto está bastante gastado y no me parece oportuno volver sobre las discusiones que hace ya más de medio siglo se vienen sucediendo. Me limitaré a un comentario a partir de un párrafo de la nota en cuestión, unas pocas líneas, sin embargo suficientes para trata de aclarar algunos puntos que el articulista sobrevuela, según mi opinión, con cierta ligereza.
El párrafo, literalmente: Eichmann "no era ni un Yago ni un Macbeth", dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido. "Fue la pura ausencia de pensar – lo que no es poca cosa- lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es «banal» y hasta cómico, pues ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca." Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.
1. La afirmación según la cual ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca, de donde resulta que el individuo en cuestión no era ni un Yago ni un Macbeth, no es digna de la filósofa e impropio de Vargas Llosa reproducirla. Suscita una pregunta. ¿Cuáles serían los rasgos diabólicos de los personajes shakespeareanos que no se advierten en el criminal nazi? ¿Tenían acaso aquellos cuernos y rabo, enarbolaban tridente o escupían fuego, a diferencia de este último? ¿Hedían acaso a azufre? ¿Tiene menos “hondura diabólica o demoníaca” quien desde una cómoda oficina dirige, en forma fría, metódica y eficiente, la logística del exterminio masivo de millones de personas que el guerrero medieval movido por el apetito de poder e impulsado por su esposa que mata con sus propias manos a quien obstaculiza su acceso a ese poder? ¿Es menos demoníaco este oficial SS especializado en la “cuestión judía” (ya se sabe lo que esto significa) que el resentido intrigante de la ficción de Otelo? ¡Qué sorpresa la de Arendt, de la cual se hace eco el peruano! ¡El personaje sometido a juicio en Jerusalen tenía, como tantísimos otros personajes viles de la historia, cara humana, dos ojos, nariz y boca!
Dicho al pasar: la referencia arendtiana proviene de una frase de Karl Jaspers, que data de 1946 y alude al nazismo en su conjunto: la ausencia de “grandeza satánica”. Habría que pensar sobre su pertinencia.
2. Es cierto que un hombre común y corriente, en ciertas circunstancias, puede convertirse en un gran ejecutor del crimen desde las cumbres del poder. O de sus aledaños. Hay no pocos ejemplos. Lo cual es, ciertamente, una perspectiva escalofriante. Pero no es cierto que Eichmann haya sido un hombre común y corriente, uno más entre millones de alemanes contemporáneos suyos, ni siquiera uno más en la multitud de nazis de la época. Este personaje tiene su biografía. Ingresó en el partido nazi -en cuyo programa el antisemitismo era un punto clave- en Austria, en abril 1º de 1932, a los veintiséis años. Siete meses más tarde, todavía antes de que Hitler fuera convocado para hacerse cargo de la Cancillería, se integró en la SS. Fue aceptado en la SD en 1934 y ya en 1935 fue transferido a su sección II 112, encargada de monitorear a las organizaciones judías. En marzo de 1938 fue enviado a Viena para pilotear la expulsión de los judíos austríacos y desde agosto de ese año tuvo el control de la “emigración” de los judíos de Austria, tarea que desempeñó enérgica y exitosamente. En febrero de 1942 formó parte del reducido grupo de asistentes a la conferencia de Wansee, en la cual se dispuso poner formalmente en marcha la “solución final”. Su carrera criminal hizo cumbre en Budapest, al hacer operativo el gigantesco programa de deportación de la población judía y su transporte a los campos de exterminio.
No era un tipo cualquiera, sabía cómo trepar. Tenía a su favor un “viento de cola”: su antisemitismo. Decir que ni siquiera estaba animado por un odio específico hacia los judíos parece más un abuso de lenguaje que un dato para ser computado en la valoración del crimen descomunal que se estaba perpetrando.
3. ¿Qué dice Vargas Llosa respecto de un sujeto con estos antecedentes? Insiste en que no se trata más que de un mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más por negligencia que convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Vargas Llosa escribe como si careciera de información básica sobre el personaje en cuestión. Eichmann no era tonto, tenía instrucción de nivel secundario, hablaba otros idiomas fuera del alemán, dio reiteradas muestras de ser un hábil negociador. No da el tipo de un mediocre que hubiera encontrado “una posibilidad de ascender dentro de la burocracia del nazismo” sino que desarrolló en la nomenclatura nazi una bien trabajada carrera. Nadie diría que fue la carrera de un fracasado.
Menos aun de quien carece de convicciones (de quien es disciplinado más “por negligencia” que por ellas, como lo dice, increíblemente, el gran escritor). Hay que tenerlas, bien arraigadas, para dedicar la íntegra actividad profesional de toda su vida a hacer imposible la de los judíos, confiscarlos, expulsarlos y enviarlos a granel al lugar de su destrucción final. Como bien dijo Himmler, arengando a su tropa en Posen, hay que tener coraje (y estómago) para ejecutar los deberes impuestos por esa causa y llevarla hasta sus últimas consecuencias. No se trata de ponerse ni quitarse “vendas morales” para ocultarse las consecuencias, sino de todo lo contrario, es decir, actuar conforme con sus convicciones y con el máximo de eficiencia.
La mención de Himmler recuerda algo: hacia la conclusión de la guerra ordenó la suspensión de las operaciones de la solución final. Eichmann, el sumiso y banal, ¡desobedeció a su superior!
4. Arendt ha difundido la idea de que Eichmann no pensaba, que ni siquiera sabía lo que estaba haciendo, porque el totalitarismo tiene precisamente ese efecto: anular la aptitud de pensar. Esto último es cierto solo a medias. En primer lugar, no es solo el totalitarismo el fenómeno apto para producir efectos inhibitorios sobre la facultad de pensar, al menos tomando este vocablo en su acepción general y ordinaria. El reproche alcanza también, por ejemplo, al fanatismo religioso. Por otra parte, Max Frisch ha recordado, en base a su propia experiencia, que el entrenamiento propio del servicio militar obligatorio también obtura la capacidad de pensamiento. En segundo lugar, así como en el ejército hay que distinguir entre sargentos y tropa, en el orden general hay que hacerlo entre quienes conducen y quienes son conducidos. El totalitarismo, en particular, pone en escena, entre otras cosas, el hiato infranqueable entre opresores y oprimidos, así como las jerarquías, no siempre claras y precisas pero jamás ausentes, en el ámbito de los primeros. Los oprimidos, así como los que ocupan los lugares inferiores de la estructura opresora, los del pueblo llano –Pueblo de Señores, al fin de cuentas-, convocados a la pura obediencia, a responder a la simple orden de quien imaginan como su superior jerárquico, son los que caen en la apatía, en la dificultad muchas veces insuperable, de articular pensamiento. ¿De qué lado estaba Eichmann, del lado de los oprimidos? Dada la obviedad de la respuesta negativa a este interrogante, se impone otro: ¿en qué nivel de la jerarquía opresora, soldado raso, ordenanza o simple civil “de a pié”, tal vez?
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Seguramente no fue Adolf Eichmann el gran estratega de ese emprendimiento criminal denominado nacionalsocialismo ni de su expresión extrema, el campo de exterminio destinado a suprimir a un pueblo entero. O, al menos, no el único ni, probablemente, el principal. Pero tampoco un oscuro e insignificante oficinista obediente. Nazi activo, oficial jerárquico de la SS, que respondía ante un personaje tan definido como Heydrich, ubicado como experto en cuestiones judías en lugares de definición de las políticas orientadas a la “solución final”, su antisemitismo no era el de los agitadores políticos sino el que corresponde a un burócrata de alto nivel o, mejor aun, a un gerente ejecutivo. No vociferaba contra los judíos ni disparaba sobre ellos su pistola; por la misma razón que Krupp no encendía la fragua. Esa no era función de su competencia.
Decir que la historia de su vida y el proceso judicial que le puso fin evidencian al mal como un ejercicio banal, carente de la profundidad de la reflexión antimoral propia del mal radical, es una doctrina de doble efecto. Por un lado, el saludable de ponernos en guardia frente a los personajes mediocres y vulgares y frente a los inesperados efectos de la dictadura, bajo cuya férula un hombre común y corriente puede convertirse en un Eichmann. Por otro, en una visión retrospectiva, el de generar desorientación e incluso inclinar a una cierta lenidad en el juicio sobre acontecimientos y personajes miserables de la historia.
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* El autor es abogado, Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (1958), Profesor en las Facultades de Derecho y de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Profesor, Jefe de Departamento y Vicerrector del Colegio Nacional de Buenos Aires (Universidad de Buenos Aires). Director de publicaciones universitarias, jurado de concursos, miembro del Consejo Superior Universitario (1960/61). Autor de numerosos artículos, monografías y varios libros. Los más recientes: Una apuesta por la libertad. Isaiah Berlin y el pensamiento trágico, Ed. De la Flor (2000) El imperio de la ley. Política y legalidad en la crisis contemporánea (2002) Ideología. Una introducción (2003) Pensamiento trágico y democracia (2003), El drama y la nostalgia. Racismo político, Wagner y la memoria reaccionaria, Buenos Aires, Ed. Leviatán, 2005 y La ley romana y el mundo moderno. Juristas, científicos y una historia de la verdad, Ed. Biblos (2009).
– Al finalizar su escrito usted sitúa el doble filo de la doctrina de la banalidad del mal, mostrando las aristas de un razonamiento que contiene deslizamientos que pueden pasar inadvertidos pero que conllevan una degradación de la cuestión ética. ¿Cómo es posible sostener la idea del ejercicio banal del mal sin al mismo tiempo no restarle a sus ejecutores responsabilidad aunque se afirme lo contrario? La lógica inherente de lo afirmado excede las aclaraciones que puedan hacerse al respecto. -Entiendo que uno de los presupuestos que habilita las reflexiones de Arendt y de Vargas Llosa, es una concepción fetichística y estereotipada del mal que desmiente el registro ético propio de la temática tratada. Tal cual usted de algún modo lo señala, efectivamente impera en la “doctrina de la banalidad” la suposición que el mal se encarna en seres con cuernitos y olor a azufre. Fascinados por cierta caracterología imaginaria del mal, pierden el eje central referido a la responsabilidad ética por los actos, para terminar vulgarizando la hondura de la cuestión en juego dándole la rúbrica de “banal”. Ambos autores parecieran quedar asombrados por haber encontrado la excepción a la versión psicológica de las teorías lombrosianas que subyace en sus reflexiones. Martín Esteban Uranga, Psicoanalista. Docente. meuranga@cnba.uba.ar